Antes de ponernos a emparejar huevos sonoros, vamos a descubrir de dónde viene esta curiosa tradición llena de historia y simbolismo.
La primavera es una fecha ancestral con muchas historia:
Mucho antes de que naciera Jesús (¡más de mil años antes!) ya se celebraba por toda Europa la llegada de la primavera. Las antiguas tribus paganas veían esta estación como un tiempo de renovación, fertilidad y renacer de la naturaleza tras el letargo del invierno. ¿Y sabías que también tenían su propia diosa de la primavera? Se llamaba Oestra, aunque en otras culturas se la conocía como Ishtar (en el mundo asirio y babilonio) u Ostara (en tierras europeas). Curiosamente, el nombre inglés de la Pascua, Easter, viene de ahí.
Los huevos y los conejos que hoy vemos en Pascua también tienen raíces muy antiguas: los huevos simbolizaban fertilidad, y las liebres (y conejos) eran famosos por su… capacidad reproductiva. Existen incluso antiguas leyendas que relacionan a Ishtar con una liebre mágica.
Con la llegada del cristianismo, comenzó una etapa de transformación. A partir del siglo II, los cristianos empezaron a encontrar paralelismos entre los rituales paganos y la resurrección de Cristo. Muchas de esas costumbres paganas se integraron en las celebraciones de Pascua y Semana Santa.
En el año 325, durante el Primer Concilio de Nicea, la Iglesia decidió cómo se calcularía la Pascua. Y no usaron un calendario común… usaron el cielo. Desde entonces, la Pascua se celebra el primer domingo después de la primera luna llena que sigue al equinoccio de primavera (alrededor del 21 de marzo). Por eso la Semana Santa cambia de fecha cada año. Jesús fue crucificado durante la Pascua judía (Pésaj), que también se celebra con luna llena en primavera, el día 15 del mes de Nisan, según el calendario lunar hebreo.
La luna llena marca el inicio del proceso universal: revelación, entrega, muerte, silencio y renacimiento. La luna llena marca el momento de revelación. Todo está iluminado, todo se ve. Ahí ocurre el sacrificio, se quiebra lo viejo. Pero el renacimiento viene después, cuando la luz externa ya no está. El verdadero despertar ocurre en la sombra, en el silencio desde lo interior. El código que se activa esta semana es para vivirlo, para mirar hacia dentro y soltar lo que ya no sostiene, y abrir espacio a lo que está listo para nacer.
Y ahora que ya conocemos un poco más sobre su historia, te propongo celebrarlo con… ¡huevos sonoros!
Están inspirados en los cilindros sonoros Montessori. Este recurso consiste en emparejar sonidos similares de cilindros, cajitas metálicas o huevos, como es el caso, en los cuales introducimos nosotros mismos los materiales: yo los rellené de pan rallado y lentejas, y… ¡muy interesante!: dos vacíos, representando el silencio. Tengo otro juego en el que introduje conchas, pequeñas piedras, arena, palitos de madera, bellotas… Materiales que recogí durante los paseos con mis hijas. La lista es infinita, así que deja volar la imaginación. Puedes aprovechar para tratar este tema de manera interdisciplinar. Una pequeña recomendación: por experiencia, en muchas ocasiones los niños se emocionan y tocan dos a la vez. Hemos de hacer hincapié en que agiten uno por uno para apreciar bien el sonido. Para facilitar el emparejamiento, los coloco de dos en dos en cuanto los van reconociendo.

Los cilindros Montessori suelen ir sellados y no podemos investigar qué contienen. Suelen ser grupos de seis cilindros con los que se realizan tres parejas sonoras (agudos, medios y graves). Me gusta realizarlos de forma casera porque así los abren y pueden tocar diferentes texturas y cualidades diversas (temperatura, olor, sabor, etc.).
Por último, te invito a practicar «Las liebrecitas», una rima con movimiento de Tamara Chubarovsky: