A lo largo del tiempo se inventaron máquinas que revolucionaron las grabaciones y reproducción musical. Conozcamos su historia.
Hace más de un siglo, el compositor y director de banda John Philip Sousa advirtió que la tecnología acabaría por destruir la música.
«Estas máquinas parlantes van a arruinar el desarrollo artístico de la música en este país. […] Todo el mundo tendrá su música ya preparada o ya pirateada en sus armarios. […] El canto del ruiseñor es delicioso porque es el propio ruiseñor el que lo produce».
Antes detachar a Sousa de cascarrabias, podríamos reflexionar sobre cuánto ha cambiado la música en los últimos cien años. En el futuro, podrá decir el espíritu de Sousa, la reproducción desplazará a la producción.
Desde que Edison inventara el cilindro de fonógrafo en 1877 la gente ha estado opinando sobre lo que el medio de la grabación ha hecho por y para el arte de la música. Las opiniones fueron extremas. Sousa fue un portavoz pionero de los catastrofistas; en el bando opuesto se encuentran los utópicos, que defienden que la tecnología no ha aprisionado a la música, sino que la ha liberado, llevando el arte de la élite a las masas y el arte de los márgenes al centro. Glenn Gould, después de renunciar a tocar en directo en 1964, predijo que en el lapso de un siglo el concierto público desaparecería de las grabaciones, beneficiando así la cultura musical.
La principal ironía de la historia de la grabación es que Edison no construyó el fonógrafo teniendo la música en la mente. Lo concibió más bien como un artilugio comercial, para reemplazar la práctica de la estenografía (práctica de ocultar un mensaje secreto dentro de algo que no es secreto), y que tendría la virtud añadida de preservar a perpetuidad las voces de los fallecidos.
Aunque Edison mencionó la idea de grabar música 1878, no pudo presentir la aparición de una industria musical. Se imaginó el fonógrafo como una herramienta para enseñar a cantar y como una extensión natural de las interpretaciones musicales domésticas. En la década de 1890, sin embargo, empresarios avispados habían instalado fonógrafos en salones recreativos, permitiendo que los clientes oyeran sus canciones predilectas con tubos para los oídos.
En 1888, Emil Berliner introdujo el disco plano, un procedimiento de almacenaje menos incómodo, y concibió con ello el moderno negocio musical en su totalidad: distribución masiva, estrellas discográficas, derechos de autor y todo lo demás.
Edison, cuyos cilindros empezaron enseguida a quedar a la zaga de los discos planos en cuanto a popularidad, estaba tan decidido a demostrar la verosimilitud de sus máquinas que organizó por todo el país una serie de Pruebas de Sonido, durante las cuales las salas se quedaban a oscuras y los oyentes se mostraban supuestamente incapaces de percibir la diferencia entre Anna Case cantando en vivo y uno de sus discos.
La cinta magnética dio lugar al cambio más trascendental en la relación entre grabaciones y realidad musical. Los ingenieros alemanes perfeccionaron el reproductor de cinta magnética, o magnetofón, durante la Segunda Guerra Mundial. A altas horas de la noche, un experto en audio convertido en soldado y llamado Jack Mullin estaba monitorizando la radio alemana cuando se dio cuenta de que una transmisión orquestal nocturna era asombrosamente clara: sonaba «en vivo», aunque ni siquiera por un capricho de Hitler podía haber estado tocando la orquesta en plena noche.
Después de concluida la guerra, Mullin localizó un magnetofón y se lo llevó a Estados Unidos. Hizo una demostración a Bing Crosby, que lo utilizó para grabar con antelación sus emisiones. Crosby fue un pionero del que fue quizás el más famoso de todos los efectos tecnológicos: cantar de modo intimista con una voz suave.
La cinta magnética significaba que Bing Crosby podía susurrar al micrófono y, aun así, ser oído en todo el país. El proceso magnético también permitía que los intérpretes inventaran su propia realidad en el estudio. Podían corregirse los errores empalmando trozos de tomas diferentes.
La llegada de la grabación digital fue, para muchos escépticos, el agravio definitivo. Desmenuzaba literalmente las vibraciones entrantes en bits: series de ceros y unos que se codificaban en un disco compacto y a continuación se reconstituían en un reproductor de CD’s.
Neil Young, el cantante y compositor canadiense de voz áspera, se mostró especialmente mordaz:
«Escuchar un CD es como mirar el mundo a través del estor de una ventana».
No hay duda que la tecnología ha hecho progresar las carreras de personas insignificantes, pero también ha echado una mano a aquellos que carecían de apoyos dentro del sistema. El hip-hop, la forma de pop dominante del cambio de siglo, ofrece la demostración más electrizante del efecto de la tecnología. Como indica Jeff Chang, el género surgió en guetos empobrecidos de altos bloques de viviendas, en los que las familias no podían permitirse comprar instrumentos para sus hijos, e incluso la forma más rudimentaria de ejecución musical parecía estar fuera de su alcance. Pero, aún así, se hacía música de todos modos: el propio fonógrafo pasó a ser un instrumento.
Aunque a los intérpretes y oyentes clásicos les gusta imaginarse en una alta torre, muy alejada del tumulto electrónico, también ellos son esclavos de las máquinas. La ilusión de la reproducción perfecta resulta especialmente seductora para ellos. El fenómeno de la estrella no lo es más que en apariencia y tiene grandes dificultades para repetir en la sala de conciertos lo que se supone que hace en el disco. Quizá la grabación de estudio sea antinatural. Destacados productores gastaron mucho dinero para crear grabaciones definitivas.
El siglo XXI presenta un panorama confuso. Los sellos discográficos están tambaleándose. El concepto de un álbum individual y distinto de otros con una serie de canciones u obras están experimentando probablemente un declive terminal. En el pop, el grueso del dinero se hace ahora con el márketing de las giras y con la venta de productos relacionados con ellas. La música ha dejado ya de ser un premio en una colección; está volviendo a su evanescente estado natural.
La música clásica, o una parte de ella, está floreciendo en línea en los ordenadores de modos inesperados. Las instituciones con más recursos están ofreciendo material de audio en vivo y archivado. Los compositores jóvenes al tanto de las potencialidades de la red ya no dependen de los editores para legar a su público, distribuyendo sus mercancías por medio de blogs, YouTube, Facebook, Twitter, etc. La gente tiene montones de músicas pirateadas en sus armarios, pero siguen acudiendo a conciertos en vivo, pagando centenares o incluso miles de dólares para conseguir ver fugazmente a sus ídolos. Estamos casi de regreso en el punto en el que comenzamos.